Con el pálpito dentro de mi pecho
latiendo acelerado a mil por hora
y la bestia hambrienta que me habita
husmeando con fiereza el horizonte,
sudando deseo, ebrio de ganas,
busco el único vértice que importa,
el alambique de licor amargo,
esa línea de miel, pero salada.
Y no busco cualquiera porque sí,
no un torpe derramarse me hace falta;
si te voy a dar de comer que sea
porque tienes un hambre verdadera,
si mi lengua ha de ofrecer sosiego
a la herida que muestras desplegada
que haya un húmedo ardor que la traspase;
que el encuentro esté urdido por el miedo
al día por venir que nos separe
y en ese espanto
vocación de hartazgo
y súplicas de que te parta en dos
esclavo para ti de tus urgencias.
Que cuando venga al fin la luz del día
y de nuevo tengamos que vestirnos,
vuelta a ser, otra vez, lo que no somos,
no podamos decir a ciencia cierta
si el momento que acaba de ocurrirnos
es un trozo colmado de tu vida
o un instante pleno de la mía.